miércoles, noviembre 01, 2006

MALEZAS TEÓRICAS

Cuando se aproximan las decisivas discusiones del TLC, quienes se apropian en exclusiva la facultad de interpretar los males del sector rural y las soluciones que él requiere se desbordan en los medios insistiendo en que el Tratado es la panacea. Enarbolando causas nobles como empleo, productividad, uso del territorio y bienestar del consumidor, afirman que la especialización del campo en tropicales como palma, cacao, caucho y similares es la clave para la modernización. Consideran para ello “indispensable dejar de subsidiar y de proteger las actividades que han causado esta situación” (Hommes, octubre 27–El Tiempo) y que ojalá reciban “una competencia que históricamente sus grandes productores lograron evadir exitosamente. Que reciban algún exceso de ella, incluso desleal, como la implicada por los subsidios norteamericanos a sus cereales…” (Kalmanovitz, octubre 28–El Tiempo).

El ex codirector de Banrepública por 12 años, periodo de los más nefastos del Emisor, muestra más vigor a la hora de nona del debate y sus tesis deben discutirse, no tanto la de apoyar la “competencia desleal”, inadmisible para el 99% de los mortales, sino otras sobre las que cabalga con sesgo igual al de vivar el dumping de los barones del algodón de Texas, con el que acaban a sus rivales, como acusa Stiglitz.

Sin reparar en que Kalmanovitz llame “oleaginoso” al sorgo o que valore en el algodón más la semilla que la fibra, vale confrontar su cantinela del subsidio de los consumidores a los productores. En 2002, los aranceles de la “protección infinita” en frontera, valieron 882 millones de dólares; esto es, a cada colombiano le costó al día seis centavos de dólar; suma ridícula para avalar la existencia de lo que queda de producción de alimentos básicos en Colombia. Mas no sólo eso; ¿Podrá desvincularse la reducción de 831.000 hectáreas de cereales y oleaginosas entre 1990 y 2005, con que la inseguridad alimentaria de los colombianos pasara en 1984 del 20% de los hogares (Perfetti, 1986) al 43% (ICBF, 2005), cuando ahora se importa casi la mitad de la comida? Lo de la distribución de la tierra es similar. En 1984, el 0,4% de los propietarios, de más de 500 hectáreas, poseía el 32,7% de la superficie, en 2003, tenía el 62,6%. ¿Está conexa esa iniquidad con la protección al arroz, al fríjol, al algodón y al maíz, cultivos con unidades productivas menores de 20 hectáreas en promedio? ¿No es más comparable con la “ganaderización” creciente y el empuje a los exportables, sin café, que subieron de 376.000 a 518.000 hectáreas en quince años?

Respecto al empleo rural se dice que, si bien no hay desempleo estructural, persiste el bajo ingreso y la mala calidad. El modelo descrito, implantado cuando Hommes orientó la economía, no sanó las lesiones causadas. Si prescriben que “para mejorar el ingreso de los trabajadores rurales se tiene que aumentar radicalmente esa productividad y la producción, para que cuando suba la productividad no caiga el empleo”, la evidencia no indica que se logre con cultivos tropicales. En pesos constantes de 1994, el valor de la producción por hectárea pasó en cereales entre 1990 y 2005 de $485.000 a $754.000, en los exportables en su conjunto, pese al aporte de la palma, cayó de $1’745.000 a $ 1’6329.000, en especial por mermas en banano y azúcar y sin contar café, y en otros cultivos como panela, ñame, yuca y plátano para el mercado interno, subió de $1’480.000 a $1’983.000 y se sabe de estudios oficiales que develan el declive en flores. El resultado no sorprende, la volatilidad de precios en el mercado externo es del abecé de la Economía de la Agricultura; concentrar esfuerzos en alzar el valor por hectárea apostándole a esta variable es suicidio y pronosticar el éxito con cultivos de tardío rendimiento, que piden altas erogaciones de capital para instalación y sostenimiento, es error garrafal y peor si se dice que es con pequeños productores. El sector con el TLC se une del todo a la competencia global de agro-exportación, donde están definidos los comercializadores, los formadores de precios y la mano de obra barata como ventaja única; no hay ventaja comparativa, ni elasticidad de sustitución igual a uno para nuestros productos frente a los demás. El estudio citado por Hommes sobre empleo rural carga los pocos avances a la depreciación temporal del peso y a la “seguridad”.

Si en los cultivos salen malezas, en la discusión teórica también, sujetas a la misma ley: “mala hierba, nunca muere”; insisten en ahondar el fracaso de la última década y media, en buscar los rendimientos donde no se han dado y en relegar la producción de alimentos de la base primera de la producción agropecuaria nacional.

Aurelio Suárez Montoya, La tarde, Pereira, octubre 31 de 2006

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